jueves, 16 de septiembre de 2010

Mío, de nadie más

Esquivé su mirada como en otras ocasiones. Creía que si le veía directamente a los ojos él sabría de mis profundos sentimientos hacia su persona. Muchas veces lo imaginé amando mi cuerpo, deslizando la sombra lunar sobre las blancas sábanas que me arropaban. Pero, ¿qué puedo decir? Casi todas las mujeres que le conocían se rendían fácilmente a sus pies. A todas las miraba, las deseaba, menos a mí. Eran sus ojos casi negros los que me llevaban a soñarle, me ganaba el misterio de su rostro. Serio, siempre serio... ¡NO! Seductor.
Me volvía loca. Salpicaba la humedad de sus hormonas cada que pasaba frente a mí, caminaba pavoneándose, presumiendo lo que yo no tenía. Esquivé su mirada, pero me buscó. Alargó su brazo hacia mí, ¿qué pasaba? Me había visto, ¡por fin! El corazón acelerado, la empapada frente y el tartamudeo hicieron que delatara mi gusto por su cuerpo. ¡Estúpida, estúpidos y malditos nervios traicioneros!, pensé. Me lanzó una sonrisa amable, se presentó.
Esa tarde comenzó la perdición. Pasé meses encerrada en la habitación, las sábanas blancas se tornaron en piel, con su cuerpo y mi cuerpo plasmados. Ahí, la cama, era el lugar más seguro del mundo. El más bello. La piel se me palideció poco a poco, las ojeras tomaron su lugar y el peso empezó a desaparecer. Todas las tardes estaba en sus brazos, como unos jovencitos llenos de ganas y pasión. Dejé de trabajar, quería todo el día estar a su lado.
No alucinaba, era real, tan real que lastimaba cada noche el sexo. Era ardiente. Por alguna extraña razón, nunca recordaba el haber estado ahí. Pero lo sé, fue mío. MÍO. De nadie más. Sus piernas musculosas y bien formadas, sus brazos y cómodo pecho. Esos ojos, esas caricias penetrantes. Me veía, estuve con él. No es que fuera una obsesión, pero si lo dejaba ir jamás estaría conmigo nuevamente. Lo até a mi cabecera desde el primer momento que me llevó a la cama. Pronto su rostro cambió de serio a desquiciado: esquizofrénico, mi seductor.
Alivié sus miedos cada día, lo besaba, lo amaba de verdad. Hubiésemos estado juntos toda la vida de no haber sido por el olor a descomposición que emitía su cuerpo. Los vecinos pronto se alarmaron e irrumpieron en nuestro nido de amor.
¡Estúpida, estúpidos nervios traidores! Sentí la repentina necesidad de explicar nuestro amor ante las miradas horrorizadas de los espectadores.