martes, 9 de octubre de 2012

Llena eres de gracia

A ella, a María.


Ahí estaba yo, encontrábame sentada en medio del parloteo y algunos susurros sin sentido de un montón de señoras, anonadada, con el espanto tatuado en el rostro; dolíame el cuello, había pasado la noche entera en vela, en intentos fallidos de pegar los ojos y perderme mientras el cuerpo recostado en el sillón se me entumecía.

La gente entraba, salía de la habitación, jugaban con los interruptores de todos los cuartos para su deleite o distracción, ¿yo? Nada, medio perdida y asustada, la tenía frente a mí y no estaba… alguien me jaloneó para que abandonara el cuarto, pero no podía porque ella no habría querido quedarse sola.

Era muy temprano, casi madrugada, siempre le gustó aprovechar desde las primeras horas del alba, habría que hacer rendir el día. Todo había sucedido en una palabra, “Ya”, un grito. Pegué carrera como jamás antes lo había hecho, del sillón al descanso de las escaleras pasó un santiamén, y de ahí a ahora un pestañeo. 

Como si hubiésemos estado preparados, las llamadas comenzaron a fluir, las flores a deshojarse y el rocío cesó para abrir paso al sol, era viernes y no daba gracias a Dios; entré en la ducha para quemarme la piel con el agua fría, nunca supe -ni sabré- qué hice, vestí las mismas ropas del día anterior, no hubo tiempo de buscar algo limpio, mucho menos apropiado. 

Pasaron las horas, muchas horas, y la gente llegaba como en peregrinación hacia la Parroquia. Fui invisible, casi muda. Hacían preguntas, ademanes, discursos y demás efectos protocolarios… percibí un movimiento de cabeza, alguna sonrisa, hubo un “gracias”. Pero todos me pasaron de largo. A ella también.

Sin hipocresía, fue demasiado tiempo de espera -pero no importaba-, ahí seguí sentada entre la muchedumbre y su inconsciencia. Lleváronsela de mi lado, con todo el peso de mis lágrimas, de mi dolor. Y la gente cantaba, ¡cantaba como en celebración! Habría de conservar la cordura, tragarme el amargo encanto de la insensatez. Mas no importa, hubiese sido incapaz de gritar.

Ahí estaba yo, ensimismándome entre un montón de señoras que repetían constantemente: “…el señor es contigo...”. Bendita, lo que hubiese dado por que las escuchases, y acompañarnos las dos. Más no estuve sola, no. Estuviste María, y estuvo María para apaciguar mi locura.

Pero me lo preguntaré toda la vida, ¿estuve yo, María?

"…ruega por nosotras ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén. Amén. Amén…": te amé.

Carantoña

Voy a caerte a mordidas... para que hagas caso a mi boca.